7/23/2007

Virtual

Un hecho innegable es que hoy día las comunicaciones son cada vez más expeditas, más accesibles y más populares. Todos (o casi…) tenemos celular, teléfono, mail, messenger, webcam, skype, etc. Claramente tanto exceso tecnológico termina por modificar las costumbres y las relaciones interpersonales. Es más fácil comunicarse con amigos que están lejos, con amigos con poco tiempo, con amigos ocasionales y cualquier otra categoría. Y dado que somos animales sociales que además dedicamos gran parte de nuestro tiempo en pensar en sexo y tratar de conseguirlo, obviamente esta gama de medios de comunicación nos abre nuevas puertas para inventar maneras novedosas de relacionarnos. Yo desde muy joven he cultivado la modalidad del sexo telefónico. No es fácil: hay que lograr insinuar sin ponerse de frentón ordinaria o escatológica, hay que ronronear y susurrar sin parecer porno barata, usar cuidadosamente el lenguaje para no abusar del eufemismo, la grosería o el exceso de precisiones anatómicas; o sea es un permanente ejercicio de equilibrista. Pero los resultados son bastante satisfactorios. Una vez estaba con una amiga viendo una peliculita romántica (“La verdad sobre perros y gatos”). En una escena, los protagonistas (que jamás se han acostado) hablan por teléfono y sin casi darse cuenta terminan teniendo sexo telefónico. Con mi amiga enrojecimos al unísono y nos dio un ataque de risa nerviosa. Quedó claro que ambas cultivábamos el género, pero como es un tema bastante tabú, nos dio vergüenza verlo tan expuesto. Cuando era más joven me acuerdo de unas conversaciones subidísimas de tono con mi primer amor de adulta, escondida en la cocina. Más tarde ya fui la orgullosa propietaria de un teléfono propio en mi pieza, así que podía camuflarme debajo del plumón y hablar a horas imposibles. El celular terminó con la necesidad de programarse, de esperar en punto fijo. Es extraño: el pudor desaparece si no te miran a la cara. Es más fácil decir cosas subidas de tono por teléfono. No cualquiera llega y dice sus fantasías así como así, al parecer con un aparato de por medio la cosa sale más fluida. Y además se puede jugar mucho. Yo solía usar el buzón de voz con un amor mío. Si él estaba con el celular apagado, le dejaba un mensajito tórrido y le regalaba mi mejor banda sonora. Así combinaba lo obviamente sexual con el factor sorpresa. Delicioso, y perversillo. El Messenger, que yo habría pensado que era más bien incompatible con el erotismo a distancia (mal que mal te ocupa una mano…) ha resultado ser bastante útil. Una vez incluso me metí a un chat y tuve sexo virtual con un desconocido. Raro, eso sí. Sólo aconsejable como experimentación. Porque dado que uno no conoce a la contraparte, a veces salían unas frases espeluznantes de lo más matapasiones. Casi el equivalente para mujer de la conocidísima frase "Dame tu leshe de guerrero". Tuve también una experiencia algo exótica con una webcam. Me hicieron un show. A pesar de que lo encontré grotesco, tuvo un buen efecto al final. Aunque no me interesa una repetición del acto. Demasiado gráfico para mí. Pero bueno, en gustos no hay nada escrito. El mensaje de texto es bueno también. Cuando se recibe alguno que realmente logra su objetivo, se siente ese vacío en el bajo vientre y ese escalofrío tan exquisito que precede a la calentura. Como canapé de aperitivo es lo mejor. Se puede continuar con el mail, que siempre da un poco de vergüenza. Porque es tan fácil caer en la siutiquería o el mal gusto. Por último, si es por teléfono las aberraciones lingüísticas y las torpezas se atenúan con los sonidos y jadeos propios del género. El temita claramente es amplio, y hay tantas modalidades como personas teniendo sexo virtual. Suena aberrante, impersonal, patético. Pero en verdad es entretenidísimo, emocionante, juguetón. Y puede ser dulce, hasta romántico. Y se necesita una confianza total para disfrutar la experiencia sin que la vergüenza te paralice. Siempre es una suerte tener a alguien que logre encenderte con sólo decirte un par de cosas por teléfono.

Pasatiempos (Elogio de la Soltería)

El otro día, en medio de una sinusitis que me tumbó a la cama y me dejó gangosa de por vida, me dediqué en forma minuciosa a ver completita la cuarta temporada de Sex and the City. En uno de los capítulos hubo algo que me llamó la atención: hablaban de conductas secretas, esas que hacen las mujeres cuando están solteras y que dejan de hacer en cuanto se emparejan y viven con el “pierno”. Había una serie de pequeñas cosas cotidianas que pueden parecer irrelevantes, pero que todas vivimos con el placer de la costumbre. Charlotte, por ejemplo, se miraba por horas los poros en un espejo de aumento. Carrie se instalaba a comer galletas saladas con mermelada en la cama. Y así. Una de las primeras cosas a las que una renuncia son esos pequeños placeres secretos y por lo general ligeramente (o francamente) embarazosos y antiestéticos. A la vez, una de las primeras cosas que una realmente resiente es la pérdida de estos mismos placeres. Una amiga mía esperaba ansiosa a que su conviviente se despegara de ella para poder ponerse máscaras cosméticas y sacarse los pelos de los bigotes con tranquilidad. Yo celebro mi soltería realizando gozosamente estos ritos cotidianos. Por ejemplo: dormir con guantes y calcetines para que se absorba bien una crema humectante lo más espesa posible. Demorarme horas en arreglarme y dejar después toda la ropa tirada en el suelo. O comerme un paquete familiar de papas fritas y un litro de helado a cucharadas metida en la cama y viendo tele. Porque nada más rico que comer papas fritas hasta atosigarse, después darle el bajo a algo dulce “para contrarrestar”, y una vez que una se empalaga de azúcar volver a la sobrecarga de sodio. Y nada más indigno que te pillen metida en la cama, rodeada de miguitas de papas "Lays", con la boca café de chocolate y la mirada extraviada en el fondo de una teleserie cebollenta. Una cosa que al parecer es bastante común entre las mujeres (no he hecho la estadística en hombres) es plantarse delante del espejo e inventar diálogos interminables con otra persona. Por ejemplo, una repite alguna discusión, pero esta vez dice exactamente lo que debería haber dicho, agudísimas observaciones, tallas demoledoras, finísima ironía, etc. Y también una se da el lujo de inventar la contraparte, poniendo en la boca del oponente cosas aberrantes y estúpidas, con lo que una realmente se luce por contraste. Penoso, pero entretenido. O el clásico infaltable de bailar (en pelotas, vestida, en pleno striptease, da lo mismo) delante del espejo. Otros clásicos son colgarse del teléfono con alguna amiga para hablar por enésima vez de los mismos temas sin que nadie te mire con cara de horror por gastar tanto teléfono y llorar con las películas cebollas o (peor) con las series indignas de La Red, onda “Lo que callamos las mujeres”. Nada más rico que meterse en la cama, leer una novelita media porno y dejar que tu mano se deslice como quien no quiere la cosa entre las sábanas mientras se fantasea con algún hombre de buen ver. Y uno de mis clásicos, que me da una vergüenza enorme pero que cada vez que lo hago me hace valorar mi soledad: tomar Coca-Cola directamente desde la botella y después eructar con la mayor asquerosidad posible, buscando siempre nuevas duraciones y sonidos más estentóreos. Cualquier hombre me patea al segundo después de uno de esos. Todas las cosas que he mencionado (y un montón más que se me olvidan) pasan a pérdida cuando una se empareja. Porque los instantes de soledad son cada vez menores, la necesidad de mantener una imagen más digna se incrementa. Debe costar retomar la seducción si ya te vieron con una máscara de palta, la zona del rebaje embetunada con crema depilatoria y el pelo con cachirulos o gorro térmico (el que no sabe qué es eso, que vaya y averigüe). La mirada del otro (sobre todo cuando es tu pareja, con las amigas no pasa lo mismo) te inhibe, te juzga todo el rato. Y de todas maneras una prioriza a su pareja por sobre gases molestos y actuaciones esquizoides. Pero cuando se vuelve a la soltería, la soledad se pone un poco más risueña con cada pequeño pasatiempo culpable. Después de todo, es una lata andar reprimiéndose a cada rato. A valorar entonces el tiempo a solas, y vamos comprando Coca-Cola en botellas para ver quién puede decir la célebre frase "La pelota es mía" con un solo y prolongado eructo.